Los panes y los sueños
Este texto se publicó en la antología Cuento Hidalguense Vozabisal de 2019.
La temática fue del día de muerto y escribí sobre una ofrenda.
Los panes y los sueños
Desde niño, de todas las celebraciones la
que más recuerdo es la de Día de Muertos. Lo que más llamaba mi atención era el
altar y el cuidado que mi abuela ponía
en este trabajo. A cada una de las veladoras le escribía el nombre de alguno de
nuestros difuntos, que no eran pocos, se hacían dos hileras y yo me preguntaba
¿tendremos tantos muertos?
La comida que se ponía me hacía agua la boca, porque además de ser
bastante, era muy sabrosa. Afortunadamente
a nosotros nunca nos faltó el alimento, pero a uno de mis amigos sí, varios años
mientras mi familia dormía me robaba un poco de guisado y unos panes que le
compartía porque siempre traía un vacío en la barriga. Debo de confesar que muchas
veces guardé uno de esos panes para mí, porque el sabor es único, la trenza
rosa con azúcar arriba, el otro color café que a lo largo de mi vida esperé
cada año.
También recuerdo el olor a cempasúchil, que despertaba mi sentido del
olfato y hacía que mi mente pensara en los campos amarillos y violeta que cada
año hacen hermoso el paisaje. Poníamos pétalos de esta flor en el piso para
enseñarles el camino a los difuntos, pero conociendo a mi abuelo y a mi tío,
seguro ya estaban disfrutando del manjar, porque en vida nunca perdonaron una
comida como esta.
Cuando terminábamos de poner el altar, mi abuela se quedaba en silencio,
desde su silla contemplaba el ir y venir de la flama de las veladoras. Yo no
sabía si estaba rezando o reclamándole a mi abuelo por qué se fue y no se la
llevó con él o regañando a mi tío que pasado de pulque se cayó y se abrió la
cabezota o quizá solamente pensaba sobre la muerte y cuándo vendría por ella,
si no volvería a dormir o nunca volvería a despertar.
Y así pasaron los años. Ayudé a mi abuela hasta que falleció. ¡Cómo la
eché de menos! En nuestra casa se siguió poniendo el altar, pero sin ella ya no
era lo mismo. Ahora era mi tía la que se encargaba y le dio su toque personal,
por ejemplo, nombre en las veladoras únicamente de los difuntos cercanos y
además de todo lo que ponía mi abuela, ella aumentó una cruz hecha con
veladoras, un vaso con agua y una flor. También a ella la ayudé con esta tarea
por algunos años.
Hay algo que siempre me ocurre cada dos de noviembre, inevitablemente
sueño en la noche de ese día. A veces los sueños me han revelado aspectos de mi
vida, como dejar los corajes y vivir más tranquilo o pedir las fotografías de
mi abuela que había tomado mi prima y nadie más sabía de su existencia. Pero
hubo un año que me marcó, había cumplido veintitrés años y esa noche cuando los
difuntos vienen, soñé que en una de las veladoras estaba escrito mi nombre.
La sensación fue muy extraña porque es muy distinto ver desde el otro
lado. No tuve miedo, contemplé el altar y mi abuela llegó para decirme: ¿Qué haces aquí? Tú todavía no debes venir.
No supe cómo fue que contesté, pero le dije que no sabía cómo regresar,
entonces, me dijo que ella me llevaría de vuelta, tomó mi mano y yo desperté.
Ahora espero la celebración, los panes y ese sueño. Han pasado diez años, hoy es dos de noviembre, sé que estoy soñando y encuentro mi nombre en una de las veladoras, esta vez mi abuela me dice: ahora sí hijito, apúrate, que de ahora en adelante cada año vamos a comernos este manjar que nos han preparado.
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