Arranca y vámonos de aquí

 Este cuento aparece por primera vez en mi libro Cuentos Proletarios (2016), después en el portal Los Nahuales (2019) y en la Revista Awita de Chale (2022).

La historia ocurre en el transporte publico de Ciudad de México, en uno de esos viajes que no parecen no tener fin.


Arranca y vámonos de aquí

 

A mí ya me parecía extraño ese día, el chofer del microbús era la persona más amable con la que me había topado. Su uniforme estaba impecable, su camisa blanca no tenía una sola arruga, sus zapatos negros perfectamente boleados y su corbata con un nudo exacto. El microbús estaba limpio, había un aroma a pino, los asientos no estaban grasientos ni con chicles pegados, los pasamanos no te dejaban ese olor a tubo porque estaban perfectamente pintados. Me percaté que los vidrios estaban limpios, todo parecía nuevo.

Era muy raro que, al subir, el chofer saludara a todas las personas con un: buen día, suba con cuidado, que cuando alguien tocaba el timbre dijera: en un momento me detengo y que abriera la puerta hasta estar perfectamente orillado y detenido. Al darme cuenta de esto, intuía que algo andaba mal, no sabía qué, pero las cosas no son así regularmente.

Toda esta situación era muy difícil de entender. El microbús no iba lleno porque el chofer dejó subir únicamente a los que podíamos ir sentados. Cuando ya estaban ocupados todos los lugares y en una parte del trayecto le hacían la parada, él se detenía, pero antes de que subieran les decía: ya no hay lugares, si ustedes gustan se pueden ir de pie, esto hasta me heló la piel, no podía ser posible.

Hubo un momento del viaje en el que íbamos pocas personas, este trayecto es muy largo así que algunos iban durmiendo, otros viendo ese paisaje urbano que se va desvaneciendo hasta hacerse pueblo. Yo observaba a las personas que estaban sentadas, la señora de enfrente que ocupaba dos lugares porque llevaba varios bultos con sus compras, el señor con una llanta de bicicleta y sus refacciones, la señora con la piñata de algún héroe infantil, también a los muchachos hablando de nada y a los novios besándose.

Extrañamente tampoco se subían los miles de vendedores que te pasan unos dulces manoseados y te gritan que los compres, todos hablan con el mismo tono, actúan idénticamente y dicen exactamente lo mismo, terminan con la sentencia amenazadora: que es su casa no le falte el pan, el agua y la sal.

Había sacado mi libro para leer un rato, pero el silencio que se escuchaba me desconcentró, todos iban muy calmados, hablaban en voz baja, como era de esperarse el chofer llevaba una música que era algo así como jazz con un volumen mínimo. Esta fue otra señal de que las cosas no marchaban bien. Guardé el libro y me dediqué a observar esto, que seguramente nunca más lo volvería a ver. La tarde se iba muriendo y al dejar las casas y edificios atrás, puede contemplar los colores imposibles del atardecer, esos que deben ser como el color que tiene el olvido, hasta parecía que íbamos muy lento.  La tarde, el no-ruido, el timbre del microbús que era una melodía, la gente en calma y sin gritos (contradiciendo la naturaleza mexicana de entenderse a gritos), sin duda me decían que algo estaba mal.

Fue tal mi asombro cuando el conductor se orilló y esperó a que pasara el microbús de atrás que iba muy rápido y que su intención era echar carreras. El bólido estaba iluminado por dentro con luces de neón, traía sus vidrios polarizados, una cantidad casi ridícula de calcomanías albureando a todo mundo: huevos para todos, yo invito, si quieres pasarme, pásame a tu hermana, cojo rico con la placa de una persona con joyas, un bastón y sin un pie. No alcancé a ver bien, pero en el otro transporte iban como tres chamacos, uno manejado, otro gritando y el último viendo a las pasajeras, pasó tan rápido que echaba humo, pero de los cigarros que aquellos iban fumando. Además, iba casi vomitando gente, ya no cabía uno más, hasta iban colgando, las llantas traseras recibían todo el peso y anunciaban que pronto se iban a vencer, pero eso no importaba, para aquel chofer nada importaban, ni la seguridad, ni la gente, ni la ley, en su mente solo estaba la idea de ganar, ¿qué? ¿a quién? nunca lo entendí. Nuestro chofer lo esquivó, dejó que se fueran y con una sonrisa deshizo la mentada de madre que el otro microbús le lanzó con el claxon.

Para estas alturas yo no daba crédito de lo que veía, simplemente así no son las cosas, si fuera otro microbusero (uno que se precie de serlo), le hubiera regresado la mentada, se le hubiera cerrado o acelerado hasta alcanzarlo y sacar ahora sí, toda la animalidad de la que son capaces. Pero no, se detuvo y siguió lento, sin importarle nada.

Más adelante subió un grupo de muchachos que comenzaron a hablar en voz alta, pero al poco rato sintieron que no encajaban en este mundo de burbuja de jabón y se bajaron. No sé si yo era el único asombrado, pero iba muy atento a cada detalle para no perderme de nada. Hasta me pareció que los colores estaban muy distintos, claros y brillantes, exactamente en su lugar.

Al poco rato se subió una señora, tenía un rebozo azul y negro que le cubría parte de la cabeza, pero que dejaba ver un mechón de cabello blanco. Sus ropas estaban gastadas, tenía unos tenis panam de aquellos de tela, que habían perdido el color y por el costado dejaban ver el pie, usaba unas calcetas largas de color café, su falda del mismo color que al frente tenía unas manchas, su blusa negra o al menos lo había sido y un suéter verde que no hacía ningún juego con todo lo demás. Se movía a paso muy lento y hasta que no estuvo sentada avanzamos. La señora que estaba sentada en la banca paralela a ella, volteó a verla y se vino a sentar cerca de donde yo estaba, me dijo en un tono casual: huele mal, pobre abuelita anda sola, una pareja también se levantó y dejaron un espacio considerable.

La anciana agachaba la cabeza y a veces parecía que iba durmiendo, se veía sola en un desierto. Nadie dijo más, pero la calma era electrizante, el microbús seguía a una velocidad muy decente y ya casi llegábamos a nuestro destino. A aquella parte de la ciudad con milpas, canales, tradiciones y los mismos vicios de las grandes ciudades. Yo iba mirando los canales, esos por donde seguramente pasaron los Aztecas hacia la victoria de su imperio, los últimos rayos de la tarde me regalaron una imagen hermosa del agua, me pareció ver algunos peces y hasta un ajolote, pero como se iba haciendo de noche no supe exactamente lo que vi.

Estos canales eran una red impresionante de transporte, los pocos que ahora quedan se están secando, la gente los ensucia, pero todavía dan una idea de su grandeza. Hay una parte en donde dos se cruzan, uno viene del centro de las milpas, lo que antes eran chinampas, el otro va a un lado de la carretera, en donde se unen se hace un mini lago, que por lo que se ve es profundo. En esta parte de la carretera han puesto una serie de topes porque los carros pasaban muy rápido y no faltó el que se fue al agua. Nosotros pasamos muy lento, estábamos a diez o quince minutos de llegar, pero ahí fue donde la calma se rompió…

Nadie se lo esperaba y a todos nos tomó por sorpresa, la anciana a la que habíamos dejado sola, de pronto se levantó con una agilidad inusual, caminó hacia atrás con mucha velocidad y comenzó a gritar ¡aaaayyyyyyy! ¡aaaayyyyyyyy! no decía nada más, únicamente el grito electrizante ¡aaaayyyyy! no era de dolor, era de súplica, de odio, de no ser humano, se movía de un lado a otro y continuaba gritando, no pertenecía a este mundo. Nadie se movió, a la señora no le pude ver la cara, pero mi piel se había espantado, mis ojos no, pero mi cuerpo sí. Dio varias vueltas dentro del microbús que para ese momento iba casi vacío, el chofer se detuvo, se levantó vio a la mujer y quedó paralizado, la anciana continuaba su ir y venir y esos gritos ensordecedores.

Fueron unos segundos, pero a mí me pareció una eternidad, no sabía qué iba a pasar con nosotros, afuera parecía que nada existía, no veía las luces de otros carros, ni gente pasando, era como si la realidad estuviera únicamente adentro del microbús, pero nadie se podía mover, únicamente podíamos ver a la anciana ir y venir de un lado para otro mientras gritaba con todas sus fuerzas. El tiempo se hizo relativo, solo existían los gritos espantosos y la anciana andando de un lado a otro como si fuera una mujer más joven, el espacio también se deformó porque nadie se podía mover ni hablar, era como si los que viajábamos ahí hubiéramos dejado de existir esos segundos.

Las puertas estaban cerradas, pero ella descendió por la puerta de en medio, fue como verla desaparecer, nos quedamos asombrados porque ante nuestros ojos se esfumó, atravesó la lámina. En ese preciso momento nos pudimos mover y varios nos asomamos a la ventana, vimos cómo se hundía en esa parte honda donde se juntan los dos canales. Adentro, el carro quedó con un olor nauseabundo, incluso los gritos de la anciana quedaron retumbando. En el lugar en donde iba sentada ya no había nada, el bulto que debería estar ahí, ya no estaba.

Nos miramos entre nosotros, una señora rezaba un Ave María, mientras que un muchacho dijo en voz alta arranca y vamos de aquí. El chofer que hasta entonces se mantenía de pie salió del estado de espanto en el que se encontraba, se sentó en el asiento del conductor, tardó un momento en poner en marcha el auto y cuando lo hizo se encomendó a Dios.

Si antes el camino había sido silencioso, ahora simplemente era insoportable, el llanto mudo de la señora, los que dormían y parece que nunca despertaron, los que prefirieron bajarse del microbús, al final éramos pocos los que llegamos, todos estábamos espantados por ello aún no podíamos hablar.

Bajé del microbús cuando llegamos al final del camino, los pocos que habíamos visto a la señora nos miramos con complicidad y cada quien se fue por su camino, nadie dijo una palabra. Caminé una cuadra, entre los vendedores ambulantes y el olor a comida, calles conocidas, con gente que veo a diario, me di cuenta que se había hecho de noche. Entonces ocurrió otra vez lo inesperado, di vuelta en la esquina, pero en lugar de ver las combis, los puestos ambulantes y la infinidad de drogadictos, me encontré frente al lugar en donde se unen los dos canales, justo en donde se había perdido la anciana. Me quedé detenido, no sabía qué decir ni cómo explicar lo que estaba pasando, simplemente no podía ser posible, ese lugar había quedado atrás hacia varios kilómetros, simplemente no tenía sentido.

Durante unos segundos no me pude mover, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y justamente en ese momento, sentí un empujón muy fuerte en mi brazo izquierdo. Giré mi cabeza y vi a un hombre que usaba camisa blanca de tirantes, pantalón azul de mezclilla, estaba oscuro, pero alcancé a ver que tenía el pelo parado, era moreno, la piel tatuada y estaba fumando. Para mí, nada de esto tenía sentido, se le veía un gesto agresivo, tal vez enojado o fastidiado, me dio otro empujón y me dijo: ya llegamos, despiértate cabrón que esto no es hotel, “ira”, te bajas o te bajo a chingadazos. Habíamos llegado, el microbús no era el mismo, tampoco el chofer, pero sí había un olor nauseabundo.

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