Nos hermanamos
Este cuento es con el que cierra el libro Irse y quemarlo todo. El texto fue escrito en 2023 en Toronto, Canadá. Es un grito de justicia visto desde una ciudad multicultural.
Para Óscar
Nos hermanamos
Había avanzado mucho en mis clases de inglés, en el trabajo a mis compañeros ya les entendía muy bien, aunque mi problema era la pronunciación que no me parecía del todo correcta. Me bastaba con que me entendieran, porque “en Toronto cada quien habla inglés a su manera, no te preocupes”, me habían dicho, poco a poco y con la práctica estaba seguro de que algún día iba a hablar a la perfección.
En la fábrica en donde trabajo hay gente de muchas partes del mundo, Nigeria, Vietnam, China, Filipinas, Sry Lanka, India, Colombia, México y claro, Canadá. En mi área estaba con el nigeriano y con el vietnamita, con el primero casi no hablaba porque él siempre estaba en el teléfono, en verdad, todo el día, llegué a pensar que tenía más palabras que Cervantes. No tenía descanso, sus conversaciones a veces eran en inglés y otras en yoruba, había ocasiones en que era muy descuidado por estar hablando y cuando se les acababa la batería a sus audífonos se ponía como loco y corría a cargarlos, mientras, hablaba con el celular, lo que le dejaba solo una mano libre. No es que me queje (o que me importe) al final hacía el trabajo, porque es fuerte, pero medio bruto, y de vez en cuando se le caían los muebles o la pila de cajones la colocaba mal, nadie le decía nada y allá él en su mundo de palabras. El otro era un vietnamita que siempre se estaba riendo, usaba unos lentes redondos por donde se asomaban sus ojos pequeños y rasgados; una vez lo vi sin ellos y parecía que se había quedado sin ojos, porque apenas y se le veían.
Con él sí platicaba o al menos lo intentaba, porque luego no le entendía a su inglés chino-británico o quién sabe qué mezcla era.
Un día me invitó un elote como esos de México que después de hervidos solo le pones limón y sal, a veces me daba dulces que eran rarísimos para mi paladar, por ejemplo, unos de durian, esa fruta que sabe rico, pero que es apestosa o esos dulces amargos o de ajo que me hacían recordar a los dulces de broma que vendían en las ferias de mi pueblo. Es un buen tipo, a veces me lleva a la oficina a donde cobramos y además de su buen humor, es muy particular, su pantalón se lo sube más arriba del ombligo, sus zapatos, aunque son de seguridad, parecen de payaso porque son muy grandes y siempre me hace burla con la señora gordita de China. Me cae muy bien, nunca pensé en que tendría un amigo de ese país, bueno, nunca había imaginado lo que me está pasando acá en el norte frío y lejano.
Hace días llegó a la fábrica un muchacho que me pareció muy silencioso, quizá triste, estaba raro. Es alto, moreno, con barba y bigote tupidos, pero no tan largos, solo le cubrían la cara, de frente amplia y los ojos los tiene de color verde y son muy grandes y expresivos. Su cabello negro lo lleva largo y no sé la razón, pero lo asocié con alguien religioso. Su nombre es Ahment, su apellido se me hace difícil de pronunciar por eso cuando le empecé a hablar solo le decía Ahment a secas o Ahment sin apellido, él solo se reía. Hablaba árabe e inglés y siempre traía una kifuya o shemagh, esa prenda muy emblemática de su país, Palestina.
Trabajábamos cerca y veía que lo que le correspondía hacer, no se le complicaba, porque ahí en la fábrica todo tiene una razón de ser y realmente es muy fácil, aunque a veces pesado. Lo veía a la hora del lunch, comíamos en mesas distintas, de vez en cuando cruzábamos algunas palabras y en ocasiones (muy pocas) iba a preguntarme algo sobre las piezas. Así que realmente solo era otro más que trabajaba conmigo, un compañero.
El jueves doce de octubre de 2023, nunca se me va a olvidar, porque hay situaciones que a uno le quedan como cicatrices que no se ven. Ese día a la hora del lunch, nos fuimos al comedor, el africano, como siempre, estaba hablando con sus hermanos, su novia, su madre, su hija o quién sabe. El vietnamita sacó su celular y lo puso recargado en un traste y comenzó a ver a los youtubers que pasean por las calles de su país o de China. Mientras abría trastes de la Guerra de las Galaxias en donde llevaba caldo de frijoles, arroz y pescado, casi siempre. Luego una serie de frutas que yo no sabía que existían.
Ese día Ahment también estaba en el comedor en donde se escuchaban muchos idiomas, porque durante esa media hora de descanso los compañeros hablan por teléfono o ponen sus celulares con música o noticias, todo esto en sus lenguas. Desde donde me encontraba veía a Ahment de frente, lo seguí con la mirada porque quería descubrir qué era lo que iba a comer, pues estaba fascinado con la comida tan diferente y las maneras en cómo se la ingerían, el vietnamita con palillos, el nigeriano con las manos al igual que los de India y después los eructos que sonaban como si estuvieran agradeciendo haber disfrutado una comida deliciosa.
Lo vi cuando fue al microondas y esperó dos minutos, luego fue a su mesa y acomodó su celular, así como estaba haciendo el vietnamita. Vi que iba a comer un pan árabe o pita, yo había probado esa comida y sabía que era muy sabrosa, además la acompañaba con papas fritas. En su celular se escuchaba alguien hablando en árabe (supongo) y después en inglés hacían la crónica del día anterior, los bombardeos de Israel a la parte sur de Gaza, se detallaba la destrucción de la Mezquita Khan Younis y la suma alarmante de mil muertos entre ellos muchos niños, la voz decía que los hospitales estaban rebasados por tantos heridos y muertos.
Me sentí mal por lo que escuché que estaba pasando en un país que no conocía y que lo más cerca que había estado de él era Ahment. Lo vi muy descompuesto, dejó su comida intacta y de pronto se puso a llorar unas lágrimas gruesas que le escurrían por la cara, luego, lanzó un lamento muy triste que detuvo a todos en el comedor. Los ojos de los compañeros se volvieron hacia él en un silencio absoluto, él no paraba de llorar, de decir cosas en árabe, se secaba las lágrimas con su kifuya.
Sentí a sus muertos atorados en mi garganta, me levanté, no le dije nada porque no tenía ninguna palabra para eso, solo le puse la mano en el hombro y al voltear me apretó con su mano y vio que también estaba llorando. El comedor seguía en silencio, poco a poco los compañeros se acercaron, le mostraron su apoyo y le daban palabras de aliento, pedían por la paz, mientras que él en silencio lloraba esa rabia, esa impotencia, esa injusticia. Ese día y por algo que pasaba a miles de kilómetros, seis horas adelante de nuestro horario, nos sentimos cercanos, nos hermanamos.



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