Con los ojos bien abiertos
Este es un cuento de muerte y de venganza. Fue publicado en el primer número de la Revista Sangría en 2021.
Con los ojos bien abiertos
Primero le sirvió sopa de fideos.
Sorbía de manera asquerosa, era repugnante escucharlo. Después le puso un
guisado que llevaba betabel. Él acarreó hacia su boca una porción grande, lo
escupió de inmediato.
—¡No me gusta el
betabel!
De manera
injustificada y absurda, lanzó el plato por los aires, mientras volteaba la
mesa de madera con una patada. Mientras tanto ella hacía pequeñita para no ser,
de nuevo, presa de la violencia de ese monstruo. No tardó mucho en tomarla del
cabello y golpearla: le dio varias veces con la mano abierta en el rostro; el
ruido de cada golpe resonaba en las paredes, su cara ya estaba marcada, de su
nariz comenzó a brotar sangre. No era la primera vez que la golpeaba, al principio
solo lo hacía cuando llegaba borracho y enojado por gastarse el poco dinero que
ganaba: un círculo vicioso. Luego, lo comenzó a hacer sin estar ebrio, por
cualquier razón. Había pensado en irse, en salir de ese infierno, pero siempre
algo la detenía.
Era consciente de
que no lo amaba, pero no tenía a donde ir. Su familia hace mucho que la había
olvidado, las amigas estaban cansadas de solo escuchar mentiras por los
moretones, y excusas cada vez que ellas le ofrecían ayuda. Seguía ahí por
costumbre, por miedo, por ser sumisa, porque «era lo que ella había elegido».
De vez en cuando le daba coraje y se revelaba, guardaba unos pesos para ella,
para cuando decidiera irse; le escupía a la comida, pero eso era todo lo que
podía hacer como venganza.
Estaba casi al
nivel de una esclava. Él la trajo de un pueblito, era una adolescente cuando
eso pasó. No sabía leer ni escribir —en pleno siglo XXI no sabía hacerlo—, él
la «educó» a golpes. A los padres de ella les pareció bien que se la llevara,
una boca menos que alimentar, para ellos fue un alivio. Él aprovechó la
situación para llevársela y tratarla como lo hacía. Ella aún con familia se
encontraba sola en el mundo.
Él era un
verdadero cerdo, un animal y un desquiciado que enloquecía por cualquier cosa.
La golpeaba y sentía un placer retorcido al hacerlo. Le venía la furia cuando
ella no lloraba y, entonces, los golpes se hacían más fuertes y las marcas más duraderas.
Ese día lo decidió: se iría a cualquier lugar, pero lejos de él. Ya no era la
chiquilla flacucha que le vendieron sus padres. Estaba nerviosa mientras echaba
sus pocas pertenencias en una bolsa de plástico, porque no tenía una maleta.
Aprovecharía ese momento porque él, seguramente, estaría bebiendo ese viernes
en la tarde.
Ya tenía todo
listo cuando escuchó un golpe en la puerta, se asomó y ahí estaba él, tirado y
perdido de borracho. Era la oportunidad para irse, pero algo la detuvo, se
quedó para ayudarlo a levantarse y casi cargarlo para meterlo a la casa ante la
vista inquisitiva de algunos vecinos. Con mucho trabajo logró recostarlo en el
sillón, pero una vez que estuvo ahí se volvió loco. Gritaba que quería comer,
insultándola con la mirada perdida y un hilo de baba que se le escapaba al
hablar. Ella, contra su voluntad y su plan, calentó la comida que siempre estaba lista sobre la estufa. Esperaba el
momento de irse, tal vez cuando se quedara dormido o, si tenía suerte, cuando
muriera ahogado en su propio vómito.
Puso el plato con
caldo de res en la mesa y le dijo que estaba servido, lo volteó a ver y se preguntó
cómo haría para comer debido a su estado de ebriedad. Lo tuvo que ayudar a
llegar a la mesa. A pesar de que se tambaleaba, seguía diciendo que tenía
hambre. Vio su comida y le pidió un limón—un maldito limón—. Ella fue por uno y
lo cortó en la mesa, se lo dio y se alejó un poco porque no quería verlo ni
escucharlo, porque al comer era aún más grotesco.
Regó casi todo
porque no podía llevárselo a la boca, se manchó la camisa y enfureció. Aventó
el plato contra ella, con ojos borrosos, trató de buscarla para seguir
lanzándole cosas. Ella lo tenía claro: «esta vez no, hoy no». Vio cómo trataba
de levantarse, pero su gordura y el alcohol no se lo permitían, solo le decía
groserías. Pensó que se cobraría todo lo que le había hecho hasta ese momento;
agarró la tabla en la que cortaba las verduras, estaba decidida en darle en la
cabeza con todas sus fuerzas y luego se iría.
Se acercó a él con
violencia, pero él se le fue encima gracias a un tambaleo de borracho y cayó sobre
ella. Ambos quedaron en el piso. Ella se quejaba, no podía moverse debido a que
todo el peso de él estaba sobre su cuerpo y, para su desgracia, estaba
noqueado. Hizo lo posible por hacerlo a un lado, pero no pudo; estaba muy
debilitada debido a que el cerdo e inhumano, antes de caer sobre ella, había
tomado el cuchillo con el cortó el limón y, con una precisión ridícula, lo
enterró en la parte izquierda del estómago de ella y, al caer, lo jaló y
provocó una herida profunda y larga. Fue así como los dos se quedaron en esa
posición por varias horas. Los vecinos escucharon los gritos, el ruido y el
alboroto, pero no intervinieron porque antes habían sido culpables al tratar de
ayudar. Así que simplemente dejaron que pasara como siempre.
***
Cuando despertó, tenía un horrible
dolor de cabeza, el peor que hubiera experimentado: apenas abrir los ojos,
parecía que los tenía pegados, y el despertar fue doloroso; luego cobró
conciencia de dónde se encontraba. Al principio se horrorizó y gritó, pero al
poco rato prefirió callarse. Ella estaba ahí, debajo de él, sin respirar, con
los ojos abiertos, muy abiertos, y sin sangre en su cuerpo: toda estaba en su
ropa, en el piso.
Se levantó con
mucho trabajo, su cuerpo obeso le hacía difícil su andar. Como pudo, se sentó
en una silla, vio lo que había hecho y vomitó. ¿Y ahora qué iba a hacer? Lo
primero era deshacerse del cuerpo, pero ¿en dónde y cómo? La resaca lo hacía
pensar lento. Con mucha dificultad, metió el cuerpo en la cajuela, condujo de
manera errática hasta llegar a un paraje solitario y ahí dejó a la mujer. Pensó
que los ratones, las ratas y los animales carroñeros se encargarían del cuerpo
y, de esa manera, a él no lo podrían culpar. Además, estaban sus influencias
por si acaso. Lo cierto es que esos casos nadie les da seguimiento y si no hay
denuncia, menos. Pasó el tiempo y la suerte quiso que saliera impune. Cuando
encontraron el cuerpo ya no era reconocible y, como nunca hay presupuesto para
investigar, los restos se fueron a la fosa común.
Un día, como si
nada hubiera pasado, salió a comprar comida: siempre la pedía para llevar
porque ahora disfrutaba comer en soledad como una verdadera bestia. Al regresar
a su casa, puso la charola de unicel sobre la mesa y con las manos comenzó a
devorar lo que había dentro, buena parte de la comida quedaba en su ropa o en
el suelo. Tomó una porción grande y abrió la boca lo más que pudo. Él no lo
sabía pero ahí iba un pequeño ratón moribundo. El roedor, al sentir que sería
triturado, reaccionó y comenzó a moverse con rapidez. Él quiso escupir, pero no
pudo —la suerte esta vez quiso que el animalito se le fuera hacia la garganta—.
Desesperado, trató de toser para sacarlo, usó sus dedos, pero solo logró que el
animal se alterara más y sintió las afiladas garras dentro de su garganta.
Mientras estaba luchando por su vida, un pensamiento lo atravesó por completo:
era ella, ella estaba en el pequeño ratón; seguramente juntó todo su odio y
regresó solo para vengarse. Quedó tirado en el piso, boca arriba, sin aire, sin
vida, con los ojos bien abiertos.
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