La mujer más hermosa de Toronto

 



En 2023 este cuento (en una versión simplificada) fue seleccionado para ser publicado en el libro Arte y Literatura Hispanocanadiense organizado por la Feria Iberoamericana del Libro en Canadá.

En 2024 aparece en el libro Irse y quemarlo todo, aquí la versión completa.

 

 

La mujer más hermosa de Toronto

Era viernes, afuera había unos veinticuatro grados, el sol brillaba en un cielo azul completamente despejado. En los alambres de Lawrence West y Keele las aves hacían música y ya se preparaban para soltar amarras. En ese momento la vida me parecía ir de maravilla: fin de semana, me acababan de pagar y sentía esa alegría que da la tranquilidad.
Después de tres meses ya me había acostumbrado a esta ciudad, a sus calles, a su gente y a los ruidos. Cada vez hablaba y entendía mejor el inglés. Ya no me perdía y por fin había comprendido que la vida tiene pocas reglas y que realmente son muy sencillas. Caminaba y mis pasos eran ligeros, estaba resplandeciente como aquellas aves.
En esa pequeñísima sabiduría recién adquirida, hubo un instante que me cambió para mejor (aún). Tomé la ruta cincuenta y dos hacia Lawrence Station. Durante el camino deshilachaba las letras de Javier Marías, a ratos sonreía, en otros, me sorprendía y con emoción llegué a la estación del subterráneo. El bus estaba muy limpio, no iba lleno, era doble y tal vez por eso nos dejó hasta el final del paradero, en esa parte algo oscura, pero en donde no hay problema, pues esta ciudad parece no tener ladrones. Al bajar me crucé con rostros de rasgos tan distintos, lo que me hizo sentir que el mundo era pequeño. Anduve algunos pasos hasta que llegué a la parte iluminada, ahí esquivé a varias personas y con calma descendí las escaleras. En el andén me fui al lado derecho porque iba hacia el norte, calculé el lugar en donde se abriría la puerta (esa manía de economizar el tiempo).
Entre mi distracción y mi tranquilidad, la felicidad duró dos o tres segundos, tal vez menos. Me hice a la izquierda para dejar espacio y que salieran los que se quedaban en la estación. Dos segundos o menos puede durar un parpadeo, un suspiro o un año si somos Borges. Es claro que no lo soy y por ello, ese tiempo duró lo acostumbrado. Salieron tres personas, di un paso para entrar al vagón y entonces, ella, que estaba en ese asiento de color rojo y doble, se levantó con rapidez, pasó a mí lado cuando yo ya estaba adentro.
La vi, seguramente que ella a mí también (al menos eso me gusta pensar), giré la cabeza siguiendo sus pasos, su todo y justo en ese momento una voz metálica dijo: please stand clear of the doors. Las puertas se cerraron y cada quien se fue en dirección distinta.
En esos tres meses había descubierto la belleza que alberga esta tierra. Con asombro contemplé a mujeres parecidas a Elle Fannig o a Jennifer Lawrence, tan rubias como los tonos del otoño. De igual manera, un día casi me voy de espalda por creer haber visto la majestuosidad de los ojos de Tuba Buyukustun. Vi a mujeres tan enigmáticas y sublimes como Yang Zi o Zhao Liying. Me desarmó la belleza de mujeres de la India porque sentía que Kiara Advani o Sara Ali Khan caminaban quitadas de la pena por las calles de Toronto. Y claro, la belleza latina no faltó, colombianas, chilenas y argentinas que parecían sacadas de los sueños más increíbles. Por supuesto, las mexicanas ocupaban un lugar aparte porque crecí contemplándolas.
De manera que belleza sí que había visto, pero ese viernes y esos dos segundos o menos, fueron definitivos. Porque era ella, la mujer más espectacular que había visto en este viaje tan largo. Dirán que la belleza es subjetiva, que no hay ideas platónicas, que quizá en ese breve instante vi mal, que me dejé engañar por el deseo, no sé… cualquier cosa.
Podría hablar de sus ojos café claro que me hicieron descubrir el infinito, de lo grandes que me parecieron, de sus labios delgados, su piel clara, su cabello negro y agarrado con un lápiz haciendo un perfecto desorden en su cabeza. O de su rostro sin maquillaje, su ropa holgada y de la complicada simpleza de su estar en el mundo. De su nariz pequeña o del gesto insuperable al darse cuenta de que por poco no se baja en la estación Lawrence.
Podría tratar de describirla a detalle, de sacar la imagen de mi mente y hacerla letras, quizá gastar tinta ensayando dar los pormenores de lo extraordinario de su presencia. Pero todavía no se han inventado las palabras para esa tarea, así que mejor evito ese trabajo, pues basta con cerrar los ojos y dejar correr esos dos segundos o menos.
Sé que no la volveré a ver, ni visitando esa estación los viernes a las 5:18 pm, pero no hace falta, pues basta con que, a una, como mujer, te haga sentir ese cosquilleo especial que ocurre cuando te maravillas con semejante perfección, por ello, saber que existe y que a su paso deja una estela es suficiente. 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Nos hermanamos

Cambio de planes

Las gaviotas